8 may 2013

Sociedad y Estado en el Mundo Moderno (fragmento)



Los latinoamericanos padecemos de un gran complejo de inferioridad que, por fortuna, cada vez más está siendo superado: nuestra incapacidad para el pensamiento teórico, que se refleja, por un lado, en el predominio de una actitud profundamente pragmática en nuestra producción ideológica, ayuna de ideas universales, de valores y proyectos de acción social universales, en rigor, de un pensamiento universal, que de alguna manera fuera paradigmático, valedero para alguien más que para nosotros mismos, y que encarna, por otro lado, en una mentalidad típica nuestra, que algunos han llamado, es difícil saber si con razón o sin ella, de colonizados, mediante la cual tratamos continuamente de diferenciarnos de nuestros colonizadores, los europeos y los norteamericanos, aduciendo que constituimos un mundo aparte y que pensamos de manera distinta, mientras que, subrepticiamente, sin confesárnoslo a nosotros mismos, somos esclavos fieles de los esquemas de pensamiento que producen y ponen de moda los propios colonizadores.

Como quiera que sea, la verdad parece ser que nosotros, tanto como los europeos, experimentamos una época de decadencia evidente del pensamiento teórico que, en un tiempo, conoció sus cumbres, sus pilares, sus clásicos, en pensadores de la talla de Maquiavelo, Galileo, Vico, Hobbes, Leibniz, Locke, Hume Spinoza, Rosseau, Kant, Hegel o Marx, y que, después de ellos, ni siquiera los europeos han sido capaces de sustituir por algo diferente. Después de los clásicos, la cultura occidental vive de dividendos, sobre una tierra que aquellos descubrieron y a la que le dieron sus propios límites por frontera. A partir de los clásicos, que incluso señalaron el camino por e que debían ser continuados, la filosofía y el pensamiento científico contemporáneos no han hecho otra cosa que desarrollar, ahondar o completar sugerencias planteadas por los clásicos mismos. Y se comprende el porqué: ellos vivieron en una época de grandes descubrimientos, de revolución continua: sus grandes anticipaciones teóricas ayudaron a construir un mundo nuevo, el mismo en el que seguimos viviendo. Por razones de oportunidad histórica son, en cierto sentido, insuperables y, a la vez, indispensables, no sólo para pensar creadoramente, sino además para actuar con una visión global y clara de los problemas. Desde este punto de vista nuestro padecimiento es tan grave como el de los europeos. 

Es lícito que nos sintamos diferentes de los europeos o de los estadounidenses, somos diferentes; pero no lo somos tanto que podamos ignorar lo que ellos han hecho; lo que somos, para bien o para mal, se lo debemos a ellos; experimentamos formas de sociedad que nos han impuesto ellos o que se han derivado de las suyas; tenemos su cultura y hablamos sus lenguas; pensamos con los cánones del pensamiento desarrollado por ellos. Hoy como hace cien años tenemos los ojos puestos en París, Oxford o Harvard, para ver lo que hay de nuevo. Incluso cuando pensamos en nuestra liberación lo hacemos como los hacen los europeos o los norteamericanos.

Siempre ha habido entre nosotros mentes lúcidas que han identificado nuestros problemas como problemas que son universales, que ha engendrado la sociedad capitalista y que, después de todo, son los mismos que aquejan a los europeos y a los estadounidenses. El monstruoso sistema social en el que nos damos es el mismo; nuestro enemigo es común. Si esto es cierto, nuestras tareas son también comunes, y una de ellas, sólo una, consiste en desentrañar a cada momento el carácter, la naturaleza de ese sistema, replantear sus orígenes, observar su desarrollo, explicárnoslo cada vez de nuevo como un todo; en una palabra: conocerlo siempre desde nuevos ángulos para combatirlo mejor, con una conciencia cada vez más clara también de lo que somos, como resultado de un proceso, y de lo que podemos hacer para cambiar o modificar de raíz ese proceso. 

Mientras vivamos en el convencimiento, absurdo por lo demás, de que somos una entidad aislada, una parte, una excrecencia, un accidente de la historia del capitalismo, no seremos otra cosa, en efecto, que unos colonizados. El que no hayamos podido hasta ahora hablar de nosotros mismos como sujetos y como productos de esa historia es, en parte al menos, resultado del tipo de pensamiento que hemos producido o que nuestros colonizadores nos han impuesto. El mundo moderno, capitalista, surgió como un mundo universal; la historia del hombre, como decía el joven Marx, se hizo por primera vez historia universal, por obra de ese típico fenómeno de la civilización capitalista que es el mercado mundial. Y en el terreno del pensamiento los hombres por primera vez pudieron pensar en ellos como entes universales, sin necesidad de recurrir al más allá o a la divinidad. Los grandes problemas a los que se aplicó el conocimiento fueron entonces los del ser y pensar, la naturaleza y el hombre. el individuo y la sociedad la sociedad y el Estado, el Estado y el individuo. Era la edad de los grandes descubrimientos y del pensamiento en grande. 

El desarrollo del capitalismo, sin embargo, trajo consigo la división al infinito del trabajo humano y con ésta la especialización y la desintegración del conocimiento. El tiempo se encargó, además, de desprestigiar los temas universales, los grandes problemas bajo cuyo estímulo nació y se formó el pensamiento filosófico moderno. Y de ello sufrimos nosotros, los llamados colonizados, que surgimos a la vida independiente en la era de la reacción capitalista, del pensamiento desintegrado y especializado y del desprestigio de la producción teórica, global, totalizadora, ecuménica. Nuestra condición de dependientes nos impidió participar en el nacimiento de la civilización moderna, de la que somos un resultado; eso mismo nos ha llevado a pensar, muchas veces con el mayor convencimiento, que tenemos poco que ver con la época heroica de la Modernidad, aun cuando nos incluyamos en ella como un producto. Si de los europeos y de los norteamericanos se puede decir, en general, que están perdiendo progresivamente la capacidad de pensar en los grandes temas, de nosotros se puede decir, en cambio, que jamás hemos tenido esa capacidad.

No es difícil comprender por qué justamente en la época de reacción, después de su pujante ascenso revolucionario en Europa y América, el capitalismo bloquea el conocimiento y la discusión de los grandes temas y la importancia que esto tuvo para nosotros: es precisamente cuando se piensa en términos globales, universales, que los hechos y las cosas particulares, la realidad aparecen como hechos y cosas en continuo movimiento y que las relaciones humanas se enjuician como un todo que, como tal, y no en este o aquel detalle, es susceptible de ser modificado y, si se quiere mejorado. Éste es el sentido de las grandes discusiones filosóficas de la época moderna, de Maquiavelo en adelante. Al abandonar los grandes temas el conocimiento científico se ha vuelto conservador y reaccionario, y la ciencia, de instrumento de liberación que era, se ha vuelto factor de dominación y de opresión. Esto vale tanto para los europeos y los norteamericanos como para los colonizados.

La vuelta a los grandes temas, el retorno al estudio de los clásicos del pensamiento moderno, de Maquiavelo a Marx, no aparecen únicamente, por lo dicho, como una reapertura del conocimiento global del mundo y de la sociedad, sino además como un compromiso intelectual con la liberación definitiva del hombre. 

Córdova, Arnaldo, Sociedad y Estado en el Mundo Moderno, Enlace Grijalbo, México, 1972, pp. 11-14.  

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