En 1943 apareció el libro de Guillermo Ferrero, Poviur, que tenía como subtítulo I geni invisibili della cittá. El libro
fue publicado en Nueva York a causa de la guerra1,
pero fue concebido y escrito en Ginebra, a donde él se asiló para evitar las
persecuciones fascistas en octubre de 19302.
El libro fue dedicado más que al problema del poder al problema de la
legitimidad, que se le presentó, con toda su novedad y actualidad mientras
preparaba las lecciones sobre la revolución francesa y sobre Napoleón, para el
curso de historia contemporánea que le encargó la Universidad de Ginebra3.
Aunque él considerase que hasta entonces el problema hubiese sido ignorado, no puedo dejar de recordar que en 1922 apareció póstumamente la gigantesca obra de Max Weber, Wirtschft und Gesellschaft, Economía y Sociedad, que contenía la tipología de las formas de poder legítimo que se ha vuelto clásica (y aparecerá también una traducción parcial en italiano en 1934)4, seguida en 1932 por el libro no menos conocido de Carl Schmitt, Legalität und legitimität. Si de una fuente, aunque indirecta, de la idea de Ferrero se puede hablar, ésta debe ser buscada en la teoría de la “fórmula política” de Gaetano Mosca, de acuerdo con el cual “en todos los países llegados a un nivel medio de cultura, la clase política justifica su poder apoyándolo en una creencia o en un sentimiento generalmente aceptados en aquella época y en aquel pueblo”5. Cuando debe definir de manera sintética los principios de legitimación que periódicamente han transformado un poder de hecho en un poder legítimo, Ferrero los llama “des justifications du Pouvoir, c’est-a-dire du droit de commander”6. La relación con la teoría de Mosca ahora se puede deducir directamente de una de las cartas publicadas recientemente en la que comentando las Lezioni di storia delle dottrine delle istituzioni politiche de su amigo, presentadas en 1934, se expresa en estos términos: “Me parece que también la teoría de la fórmula política tenga necesidad de ser reforzada. Yo substituiría esta expresión un poco neutra, por otra más vigorosa: principio de legitimidad”. Por lo tanto precisa “Entre los negros del África o los bárbaros, el hecho y el derecho pueden coincidir: quien detenta los instrumentos del poder está considerado como investido del derecho de mandar. A medida que un pueblo se civiliza, el hecho de poseer los instrumentos de poder no basta; es necesario haberlos adquirido observando ciertas reglas y principios, que confieren el derecho, universalmente reconocido de gobernar”7. La razón de esta premisa es la siguiente: como se ha dicho, los principios de legitimidad tienen, según Ferrero, la función de transformar una relación de fuerza en una relación de derecho. Pues bien, el tema que pretendo afrontar es precisamente éste: la relación, o mejor dicho, las diversas formas de relación, entre el derecho y el poder.
Poder y derecho son las dos nociones fundamentales de la
filosofía política y de la filosofía jurídica respectivamente. Habiendo
comenzado mi enseñanza universitaria con la filosofía del derecho y habiéndola
concluido con la filosofía política, he tenido que reflexionar más sobre el
nexo entre las dos nociones de lo que generalmente les haya sucedido a los
escritores políticos, que tienden a considerar como principal la noción del
poder, o a los juristas, que tienden a considerar primordial la noción de
derecho. Y en cambio una reclama continuamente a la otra. Son, por decirlo así,
dos caras de la misma moneda. Entre escritores políticos y juristas, el
contraste implica cuál de esta moneda sea el frente y cuál el reverso:
para los primeros el frente es el
poder y el reverso el derecho, para
los segundos es lo contrario.
Este contraste depende del distinto punto de vista desde el
que los unos y los otros observan el mismo fenómeno y del interés de
investigación que los mueve: para el filósofo de la política el problema
principal es el de la distinción entre poder de hecho y poder de derecho; para
el filósofo del derecho en cambio, el problema principal es el de la distinción
entre norma válida y norma eficaz. Lo que quiere decir que uno parte de la consideración
de un poder sin derecho para llegar sólo en un segundo momento a ponerse el
problema del poder que asegure la efectividad. Es verdad que el poder sin
derecho es ciego y el derecho sin poder queda vacío, pero también es verdad que
la teoría política no puede dejar de tomar en consideración primeramente el
nulo poder, independientemente de los llamados principios de legitimidad, es
decir, de las razones que lo transforman en un poder legítimo, así como la
teoría jurídica no puede dejar de tomar en consideración el sistema normativo
en su conjunto, como una serie de normas una a otra vinculadas según un cierto
principio de orden, independientemente del aparato de la fuerza predispuesto
para su actuación.
Para ilustrar esta diversidad de puntos de vista recurro a
dos ejemplos autorizados, a dos autores que han dado algunas de las mayores
contribuciones, uno a la teoría política, y otro a la teoría jurídica, Max
Weber y Hans Kelsen. Como es conocido, la teoría política de Weber parte de una
distinción fundamental, la distinción entre poder de hecho (Macht) y poder de derecho (Herrschaft),
y llega a la célebre tipología de las formas de poder legítimo. Al contrario, la
teoría normativa de Kelsen parte de la distinción entre validez e las normas
específicas y eficacia del ordenamiento jurídico en su conjunto, y llega,
especialmente en la obra póstuma, Allgemeine
Theorie der Normen, publicada en 1979, a ponerse con especial relevancia el
problema del poder jurídico (Rechtsmacht),
cuya solución permite observar el ordenamiento jurídico no sólo desde el punto
de vista del Sollen (deber) sino
también desde el punto de vista del Sein
(ser). En un cierto sentido se puede decir que Weber y Kelsen llegan a la misma
conclusión, a la conclusión de que el poder legítimo se distingue del poder de
hecho en cuanto a un poder regulado por normas, pero partiendo de dos puntos de
vista opuestos, el primero de la noción del poder que tiene necesidad de ser
regulado para volverse legítimo, el segundo de la noción del ordenamiento
normativo que tiene necesidad de la fuerza para volverse efectivo.
Aunque las dos nociones de legitimidad y de efectividad
pueden parecer mutuamente contrastantes, y entren en escena en dos momentos
diferentes, una cuando se trata de explicar el paso del poder de hecho al poder
de derecho, otra cuando se trata de explicar el paso de la validez de la norma
a la eficacia del ordenamiento en su conjunto, están estrechamente vinculadas
por lo menos durante un largo periodo de la historia del pensamiento político.
En efecto hay una muy consistente tradición del pensamiento político y jurídico
por la cual un poder es tanto más legítimo en cuanto es más efectivo, y la
efectividad viene introducida para probar, para explicar o incluso para justificar
la legitimidad del poder. Aquí tomo en consideración también dos ejemplos
clásicos de teóricos del Estado identificado con el poder soberano, uno de un
escritor político, Jean Bodin, otro de un jurista, John Austin. Cuando Bodin
define la soberanía, no se limita a decir que para ser soberano el poder debe
ser absoluto (en el sentido de legibus
solutus), sino agrega que debe ser también perpetuo. Una banda de pillos que ocupa un poblado y obliga a los
habitantes a entregar sus pertenencias bajo la amenaza de recurrir a la fuerza,
no tiene un poder legítimo, no porque no sea absoluto, sino porque
presumiblemente no está destinado a durar. Lo mismo se puede decir de un grupo
de terroristas o de guerrilleros, que ocupan temporalmente un territorio e imponen
su ley.
Según Austin, que define el poder soberano como poder
independiente en el sentido de que no está sometido, a diferencia de todos los
demás poderes, a un poder superior, este carácter de la independencia es
necesario pero no suficiente: para que se pueda hablar de un poder soberano es
necesario que éste sea “habitualmente obedecido”. Lo que es otra manera, una
manera propia del lenguaje jurídico, de decir que un poder es legítimo sólo en
cuanto es también efectivo.
Regreso a Weber y a Kelsen. Es doctrina bien conocida que
para el fundador de la teoría pura del derecho un ordenamiento jurídico es
válido solamente si es también efectivo, y que la efectividad se resuelve en el
hecho de que la mayor parte de las normas de este ordenamiento son (im grossen und ganzen) observadas o
hechas observar. Si acaso vale la pena agregar que también en Kelsen se aprecia
muy bien que el problema crucial, el verdadero y propio experimentum crucis de toda teoría positivista del derecho, es el
descubrimiento de un criterio que permita distinguir un ordenamiento jurídico
de una banda de pillos, el mandato del legislador de la intimidación del
bandido, “o la bolsa o la vida”. La solución del problema no ofrece
dificultades para un iusnaturalista, y en general para cualquiera que haga
depender la validez del ordenamiento jurídico de su apego a principios éticos, para cualquiera que
considere que una norma para ser válida debe ser también justa. ¿Pero para un
positivista, es decir, para el que considera que no existe otro derecho que el
derecho positivo, esto es, el derecho puesto por una autoridad que logra
hacerlo respetar recurriendo en última instancia a la fuerza?, ¿para una teoría
que considera que el derecho es ni más ni menos un ordenamiento coactivo (Zwangsordnung), una organización de la
fuerza (Organization der Macht)?
¿Cómo? ¿Una banda de pillos no es un ordenamiento coactivo, no es una
organización de la fuerza? Kelsen regresa frecuentemente sobre este tema
también, y con más amplitud, en la obra póstuma: la conclusión es una vez más
tajante, si bien alcanzada a través de la enunciación de la norma fundamental.
La banda de pillos no tiene como presupuesto, o como fundamento de validez de
su ordenamiento completo, la norma fundamental “porque o más exactamente si
este ordenamiento no tiene ya la eficacia continua, sin la cual no se presupone
alguna norma fundamental que a ella se refiera o que en ella se funde la
validez objetiva”8.
Menos conocido que este criterio de la continuidad o de la
perpetuidad del poder está presente también en Weber, quien es el artífice de
la más conocida tipología de las formas de poder legítimo, de las cuales
solamente una, el poder tradicional, puede ser interpretada como una reducción
de la legitimidad a la duración del dominio. En uno de los diversos fragmentos
en los cuales Weber enuncia la tesis de que el grupo político no puede ser
definido por medio del contenido o el objetivo de su acción porque no hay
contenido u objetivo que no pueda referirse a sí mismo, observa que un contenido
mínimo es el de garantizar el dominio de hecho sobre el territorio de modo
“permanente” (in der fortgesetzten
Sicherung). Poco más adelante precisa que la comunidad política se
distingue de otras formas de comunidad “solamente por el hecho de su existencia
particularmente durable (nachhaltig)
y evidente”, y contrapone la pura acción ocasional de una comunidad “al
carácter permanente de una asociación institucional”9.
En otra parte: “Un grupo de poder debe ser llamado grupo político en la medida
en que sus subsistencia y la validez de sus ordenamientos dentro de un
determinado territorio con límites geográficos determinados vengan garantizadas
continuamente (continuierlich)
mediante la utilización y la amenaza de una coerción física”10.
Con esto no quiero decir que Weber confunda la legitimidad con la perpetuidad
del poder: no todo grupo político por el solo hecho de ser político es también
legítimo. Si él define el Estado, como es conocido, como el detentador del
monopolio de la fuerza legítima, y no sólo de la fuerza, significa que la sola
fuerza no es suficiente pues es necesario que la fuerza sea acompañada o
precedida de razones tales de su ejercicio que hagan de la obediencia de los
destinatarios no una pura y simple observancia externa sino una aceptación
interna. En el fragmento más citado sobre el tema, Weber define los diferentes
fundamentos de legitimidad como justificación interna (innere Rechtsfertigung) de la obediencia, y en otra parte afirma
que tantoen los gobernados como en los gobernantes el dominio debe ser
observado internamente (innerlich
gestutzt)11. Pero en el complejo e
intrincado sistema conceptual de Weber el criterio de la legitimidad no elimina
totalmente el de la perpetuidad, aunque la perpetuidad vale no tanto como
fundamento sino como la prueba de legitimidad. ¿Es posible concebir, en el
sistema weberiano, un poder legítimo que no tenga la continuidad que
caracteriza al grupo político? En otras palabras: ¿cuál es la razón de la
legitimación a la que tiende todo detentador del poder si no es a la
aseguración de una mayor duración del propio dominio?
Me doy cuenta de que el resaltar la estrecha vinculación
entre proceso de legitimación y continuidad del ejercicio del poder, entre las
dos nociones de legitimidad y de efectividad puede aparecer como una de las
muchas maneras de borrar la distinción entre el derecho y el hecho, y por lo
tanto de hacer imposible la distinción entre un ordenamiento jurídico y una
banda de pillos. Pero no es así. Es un error, considerar que la continuidad y
la duración en el ejercicio de un poder sean un mero hecho. Son hechos en los
cuales el objeto de la observación son acciones humanas, en la terminología
weberiana, “dotadas de sentido” (sinnhaft)
y como tales dignas de ser interpretadas según su sentido. Así como no es un
mero hecho el que el devenir del tiempo tenga como efecto la prescripción
porque presuponga en el titular y en el sujeto a favor del cual corre la
prescripción la intención de adquirirlo: tanto el uno como el otro, en cuanto
comportamientos dotados de sentido, no pueden ser observados solamente como un
hecho natural, sino que deben ser “entendidos” (en el sentido del verstehen weberiano). Ni es un hecho la
consuetidinariedad como fuente del derecho porque los comportamientos que la
constituyen son capaces de producir una norma jurídica, y en cuanto tales
obligatorios solamente si son acompañados de la intención de comprometerse (lo
que los juristas han llamado opinio iuris
seu necessitatis). La duración y la continuidad del ejercicio de un poder
sobre un determinado territorio no son de igual manera un mero hecho por la
misma razón: constituidas por una miríada de comportamientos orientados hacia
la obediencia o a la aceptación de las normas emanadas de las diversas
autoridades a las que la constitución atribuye el poder de producir normas
obligatorias, ellas tienen que ser interpretadas, tienen que ser “entendidas” (verstehen), según el sentido que a ellas
dan estos comportamientos, los cuales también pueden tener las más diversas
motivaciones.
La mejor prueba de que legitimidad y efectividad son
interdependientes está en el proceso inverso al de la legitimación, es decir,
en el proceso por medio del cual un determinado poder pierde la propia
legitimidad.
Sin necesidad de ulteriores comentarios aparece
inmediatamente evidente la analogía entre des-suetudinariedad y
des-legitimación. Se puede discutir si la legitimación de un poder dependa
únicamente de la obediencia habitual o del hecho de que las normas emanadas de
él vengan preponderantemente observadas o hechas observar. No se puede poner en
duda que la desobediencia habitual o la inobservancia general de las normas
constituyen, para quien detenta el poder, una delas razones principales de la
pérdida de legitimidad aunque no basta en todo caso la no efectividad (por
ejemplo en el caso de ocupaciones temporales de un territorio por parte del
enemigo) para transformar un poder legítimo en un poder ilegítimo. ¿Pero por
qué no basta? Porque, una vez más, la no efectividad no es un mero hecho
observable como se percibe un hecho natural, sino es la consecuencia de una
serie de comportamientos motivados, a cuya motivación es necesario remitirse
para juzgar en un determinado momento histórico el grado de legitimidad de un
poder.
Una vez más, el considerar la legitimidad desde el punto de
vista de la efectividad, o lo que viene siendo lo mismo, la ilegitimidad desde
el punto de vista de la no efectividad, no quiere reducir el derecho al hecho,
más bien quiere decir considerar respectivamente la efectividad y la no
efectividad como un banco de prueba de la capacidad de un poder para
desarrollar la propia función que es ante todo la de proteger a los individuos que
se le confían de los enemigos internos y externos. Creo que fue Hobbes el
primer escritor político que sostuvo que la obligación política hacia el
soberano se disuelve no sólo por el abuso de poder (es el caso clásico del
tirano) sino también por defecto de poder. Un estudioso contemporáneo, que ha
dedicado una parte de sus reflexiones sobre el poder al problema de la
legitimidad, Nilas Luhmann, ha observado que en los sistemas políticos de las
sociedades más avanzadas y por lo tanto más complejas e advierte el peligro no
tanto del demasiado poder, sino del “demasiado poco” poder que se manifiesta en
la incapacidad del gobierno para satisfacer las crecientes expectativas que
nacen de la sociedad en cuanto es más libre y económicamente desarrollada12. De esto deriva una situación de legitimación pasiva, que ya Ferrero había identificado
y llamado “cuasi-legitimidad” y que Luhmann ubica en las posiciones de apatía y
de fatalismo. También de esto puede derivar una situación de verdadera y propia
deslegitimación, que se manifiesta en los fenómenos de la desobediencia civil o
incluso de la resistencia activa (como el terrorismo).
Independientemente de las diversas soluciones que sean dadas
al problema del fundamento de la legitimidad, es un hecho que se recurre a la
noción de legitimidad para justificar el poder. El poder tiene necesidad de ser
justificado. Es un principio general de la filosofía moral que lo que tiene
necesidad de ser justificado es la mala conducta, no la buena. No tiene
necesidad de ser justificado quien desafía a la muerte para salvar a un hombre
en peligro; de esto tiene necesidad quien lo ha dejado morir. Aunque el poder
no siempre presenta su cara “demoníaca” para retomar el tema del célebre libro
de Gerhard Ritter, es considerado por quien lo sufre como un mal. Introduciendo
el tema de los principios de legitimidad, el mismo Ferrero escribía: “Parmi
toutes les inégalités humaines, aucune n’a autant besoin de se justifier devant
la raison, que l’inégalité établie par le pouvoir”13.
Sólo la justificación, cualquiera que esta sea, hace del poder de mandar un
derecho y de la obediencia un deber, es decir, transforma una relación de mera
fuerza en una relación jurídica. Rousseau escribió: “Le plus fort n’est jamais
assez fort pour être toujours le maître, s’il ne transforme sa force en droit
et l’obéissance en devoir”14.
Esta afirmación es el presupuesto del que parte el Contrato Social, que puede ser interpretado como una de las más
célebres teorías de la legitimación a través del consenso. Efectivamente, el
capítulo siguiente comienza con estas palabras: “Puisqu’aucun homme n’a une
autorité naturelle sur son semblable, et puisque la forcé ne produit aucun
droit, restent donc les conventions pour base de toute autorité légitime parmi
les hommes”15.
El debate secular sobre los principios de legitimación sólo
toma un aspecto del complejo problema de la relación entre poder y derecho.
Existe otro aspecto de la relación entre poder y derecho que ha suscitado un
debate no menos secular y que merece ser considerado; se trata del problema de
la legalidad del poder. Entre legitimidad y legalidad existe la siguiente
diferencia: la legitimidad se refiere al título del poder, la legalidad al
ejercicio. Cuando se exige que el poder sea legítimo se pide que quien lo
detenta tenga el derecho de tenerlo (no sea un usurpador). Cuando se hace
referencia a la legalidad del poder, se pide que quien lo detenta lo ejerza no
con base en el propio capricho, sino de conformidad con reglas establecidas (no
sea un tirano). Desde el punto de vista del soberano, la legitimidad es lo que
fundamenta su derecho; la legalidad es lo que establece su deber. Desde el
punto de vista del súbdito, al contrario, la legitimidad es el fundamento de su
deber de obedecer; la legalidad es la garantía de su derecho de no ser
oprimido. Todavía más, lo contrario del poder legítimo es el poder de hecho, lo
contrario del poder legal es el poder arbitrario.
Mientras el recurso a los principios de legitimidad sirve
para dar una justificación a la existencia de los gobernantes y de los
gobernados, la utilización del principio de legalidad sirve para distinguir el
buen gobierno del mal gobierno. También este es un tema recurrente en la
historia del pensamiento político, una historia que puede comenzar a partir de
uno de los más celebres fragmentos de Solón que distingue la eunomia de la disnomia: buen legislador no es sólo quien da buenas leyes a su
pueblo, sino también quien respeta las leyes que él mismo dio. Es un principio
consagrado en una larga tradición que el buen gobierno es el de quien gobierna
con base en las leyes. Es ejemplar un texto de Aristóteles que pone el problema
en forma de dilema: “¿Es más conveniente ser gobernados por el mejor hombre o
por las mejores leyes?”. Aristóteles formula a favor del segundo punto una
máxima destinada a tener gran éxito; “La ley no tiene pasiones que
necesariamente se encuentran en todo hombre”16.
Sea por su origen, en cuanto derivada inmediatamente de la naturaleza, o mediatamente
por la tradición o por la sabiduría del gran legislador, sea por su duración en
el tiempo, la ley queda como el depósito de la sabiduría popular o de la
sabiduría civil que impide los cambios bruscos, las prevaricaciones de los
potentes, el arbitrio del “sic volo sic iubeo”. El contraste entre las pasiones
de los hombres y el desapasionamiento de las leyes es el fundamento de la
identificación de la ley con la voz de la razón que es el principio y el fin de
la teoría del derecho natural de la antigüedad hasta nuestros días.
Se debe sobre todo a la monumental historia del pensamiento
político medieval de los hermanos Carlyle, la tesis amplia y doctamente
documentada de que en la teoría y en la práctica de los gobiernos del siglo IX
al siglo XIII dominó el principio de la supremacía de la ley sobre el rey, de
la que deriva el deber del detentador del poder supremo de gobernar de acuerdo
con las leyes, deber que se resume en el juramento de rito en el momento de
subir al trono de “servare leges”. El principio es enunciado en el De legibus et consuetudinis Angliae de
Henri Bracton, en un texto que asumirá casi forma y fuerza de regla y al que se
reclamarán en los años de la guerra civil, en los umbrales de la edad moderna,
tanto los partidarios del rey contra el parlamento como los partidarios del
parlamento contra el rey: “Ipse autem rex non debet ese sub homine, sed sub deo
et sub lege, quia lex facit regem”. Y poco más adelante: “Non est enim rex ubi
dominatur voluntas et non lex”. En este breve fragmento, el principio de
legitimidad y el principio de legalidad se encuentran y se refuerzan
mutuamente. El rey debe estar sometido a la ley en virtud del principio de
legalidad porque es la ley que hace del rey el detentador del poder legítimo.
Durante siglos la subordinación del rey a la ley tiene el
valor de un principio moral o religioso. Con objeto de que tal subordinación adquiera
la misma fuerza constrictiva que posee la ley del soberano sobre el ciudadano
común y corriente es necesario aquel largo y sinuoso proceso de transformación
de las relaciones entre gobernantes y gobernados a través del cual las
relaciones reguladas por el derecho natural, o bien por pactos formalmente
entre iguales pero de hecho entre desiguales, se transforman en derechos
positivos regulados por constituciones escritas que tienen la fuerza de leyes
fundamentales, o bien, como en el caso inglés, por una constitución no escrita
pero consolidada por la práctica secular. La antigua idea de que el gobierno de
las leyes es mejor que el gobierno de los hombres ha encontrado su plena
validez en la teoría y en la práctica del constitucionalismo en el que se ha
inspirado y en el que se rigen los regímenes democráticos. El estado de derecho
quede ello ha derivado es, en su expresión más simple, la forma institucional
asumida por el “gobierno de las leyes” (rule
of law) contrapuesto al “gobierno de los hombres”. Gobierno de las leyes
que significa tanto gobierno de acuerdo con las leyes, o sea en los límites
impuestos por leyes preestablecidas, como gobierno mediante las leyes, es
decir, a través de normas generales válidas para toda la colectividad, y sólo excepcionalmente
mediante disposiciones y decretos válidos para grupos particulares o peor para
individuos específicos (los llamados privilegios).
La idea de gobierno de las leyes está tan arraigada en la teoría
política y jurídica del occidente y en la conciencia de los ciudadanos de las
sociedades democráticas que ha tenido un efecto sorprendente sobre la misma
doctrina de la legitimidad del poder, que es el tema sobre el cual deseo
detenerme todavía brevemente a manera de conclusión. El efecto al que me
refiero ha consistido en la resolución del principio de legitimidad en el principio
de legalidad, en otras palabras, en la eliminación de los dos diferentes
niveles sobre los que se ha puesto tradicionalmente el problema de la relación
entre poder y derecho, el nivel del título justo y el del ejercicio correcto
del poder, dos niveles con base en los cuales se podía concebir un poder
legítimo que no respetara la legalidad (el tirano ex parte eencitii) y un poder respetuoso de la legalidad pero no
legítimo (el tirano ex defecto tituli);
es decir, en el supuesto de que un poder es legítimo en cuanto yen la medida en
que es legal, y por lo tanto en la afirmación de que la legalidad no es
solamente el criterio para distinguir el buen gobierno del mal gobierno sino
también el criterio para distinguir el gobierno legítimo del ilegítimo.
Para aclarar este punto regreso una vez más a los dos
autores de los que he partido, Weber y Kelsen. Y a ellos regreso en la
conclusión precisamente porque son los dos autores de quienes he tomado a lo
largo de mis estudios, en el campo de la teoría política y en el de la teoría
jurídica respectivamente, las más vivas y duraderas sugestiones17.
Como se sabe, de las tres formas de poder legítimo descritas por Max Weber, la
última, la que corresponde a la formación del Estado moderno, es el poder
racional y legal. Ahora bien, la característica del poder racional y legal es
que su principio de legitimidad es el mismo ejercicio del poder de conformidad
a las leyes establecidas. En cuanto tal esta tercera forma de poder legítimo se
distingue de las otras dos por su impersonalidad: mientras que en el caso del
poder tradicional se obedece a la persona del jefe, en el caso del poder legal
el ciudadano obedece al ordenamiento impersonal establecido legalmente y a los
individuos propuestos por él en virtud de la legalidad formal de las prescripciones
y en el ámbito de éstas. Como para Weber solamente se pude hablar de poder
legítimo cuando los gobernados por su mismo deseo asumen el contenido del
mandato como máximo de su acción, se debe deducir que cuando se presenta una
situación en la que el ciudadano obedece al mandato de quien detenta el poder
sólo en virtud de la legalidad formal de las prescripciones, la legitimidad de
este poder se resuelve completamente en la legalidad de su ejercicio.
Por lo que respecta a Kelsen es bastante conocida la importancia
que tiene en la construcción de su sistema la norma fundamental. No pretendo ni
por asomo detenerme en el debate, frecuentemente confuso y estéril, que esta
noción ha suscitado. Me limito a decir que para Kelsen la norma fundamental
tiene la función de transformar el poder en derecho. ¿Qué cosa significa esta
definición? Significa que si no se presupone una norma que cierra el sistema,
en otras palabras, si no presupones que el sistema jurídico esté cerrado por
una norma, antes que por el poder soberano, la relación entre el que manda y el
destinatario del mandato queda como un poder de hecho, una pura relación de
fuerza.
En otras palabras, la norma fundamental, que permite
considerar todos los poderes que son ejercidos en los diversos niveles internos
del mismo ordenamiento como poderes jurídicos, funge como criterio de
legitimidad y cumple esta función en un contexto histórico en el cual el
proceso de legitimación del poder estatal progresivamente se ha venido
identificando con el proceso de legalización del ejercicio del poder en todos
los niveles, hasta el último nivel, que es el del poder constituyente.
Aunque Kelsen siempre haya rechazado toda interpretación
ideológica de su teoría, me parece indudable que la elaboración de una teoría
normativa del derecho, llevada a sus extremas consecuencias, como la kelseniana,
no podía darse más que en un contexto histórico en el cual se había venido
afirmando la doctrina y la práctica del estado de derecho. En un cierto sentido
la teoría pura del derecho puede ser interpretada como la formalización, si
bien inconsciente, de la doctrina del estado de derecho, de una doctrina en la
que, repito, el poder es más legítimo en cuanto más es ejercido, desde los
niveles inferiores hasta el último nivel, de conformidad con normas
preestablecidas y presupuestas.
Tomando a la letra estas consideraciones se diría que la
noción de legitimidad es inaferrable y se resuelve, o mejor dicho se disuelve
siempre, en la de la efectividad y la legalidad. Pero esta no es mi conclusión.
Ni la efectividad ni la legalidad agotan el proceso de legitimación del poder.
Esto lo saben muy bien los gobernantes que jamás se contentan con establecer el
propio poder solamente sobre la duración o sobre el respeto de la ley, sino que
para obtener la obediencia de la que tienen necesidad se reclaman a valores
como la libertad, el bienestar, el orden, la justicia. Saben muy bien que, para
retomar el célebre dicho de San Agustín, remota
iustitia, no hay alguna diferencia entre Alejandro el Grande y el pirata.
Pero llegados a este punto se buscaría inútilmente una respuesta permaneciendo
en los límites de la relación entre el poder y el derecho. Son límites que no
he querido rebasar a propósito aun sabiendo que más allá se abre el
interminable y en parte inexplorado campo de los principios de legitimidad que
Ferrero había llamado con razón “les génies invisibles de la cité”. Subrayo la
palabra “invisible”. Yo he permanecido en los límites de lo que se ve, de lo
que han visto los maestros del pensamiento jurídico y político a los que me he
referido contante y respetuosamente.
1 En las ediciones Brentano, New York, 1943. La primera edición francesa apareció
en 1945, en la “Libraire Plon” de París.
2 Para estas y otras noticias S. Stelling-Michaud, Guigliemo Ferrero á l’Université de Genève, en Guglielmo Ferrero. Histoire et politique au XIX siècle,
fascículo especial de los “Cahiers Vilfrido Pareto”, Librairie Droz, Ginebra,
1966, pp. 106-129.
3 Ferrero tuvo el primer curso en el semestre invernal de 1930-31, ver art. cit. En la nota 2, p. 120. En la p.
129, la lista de los cursos dados por Ferrero en la Universidad de Ginebra de
1930-1942.
4 En el volumen Política ed economía, a
cargo de R. Michels, en la “Nuova collana di economista stranieri ed italiana”,
UTET, Turín, 1934, fueron traducidas varias páginas de la sociología del poder
y de manera especial del poder carismático, con el título Carismatica e i tipi del potere, pp. 179-262 (trad. De V. Forzoni
Accolti).
5 G. Mosca, Storia delle dottrine politiche,
Laterza, Bari, 8ª edición, p. 297.
6 Pouvoir, edit. Fra. Cit., p. 18.
7 Carteggio, cit., 454. Ver nota 3.
8 H. Kelsen, Reine Rechtslehre, 2ª
edición, Deutice, Wien, 1960, p. 49 (trad. it. Einaudi, Turín, 1966, p. 61).
9 M. Weber, Wirtschaft und
Gesellschaft, a cargo de J. Wincelmann, Mohr, Tübingen, 1976, vol. II,
515 (trad. it. a cargo de P. Rossi, Edizioni di Comunità, Milán, vol. II, pp.
204-205).
10 Op. cit., vol. I, p. 29 (trad. it. vol.
I, p. 53).
11 M. Weber, Dei drei reinen Typen der legitimen
Herrschaft (1922), ahora en Gesammelte
Aufsätze zur Wissenschaftslehre, Mohr, Tübingen, 1973.
12 N. Luhmann, Potere e complessita sociale,
Il Saggiatore, Milán. 1979, p. 240.
13 Pouvoir, cit., p, 27. En francés en
el original (n.t.).
14 En francés en el original (n. t.).
15 En francés en el original (n. t.).
16 Aristóteles, Política, 1276 a.
17 Me he detenido con más amplitud sobre la relación entre Weber y Kelsen en el
artículo “Max Weber e Hans Kelsen”, en Sociologia
del diritto, VIII, 1981, pp. 135-154.
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