7 nov 2013

El Poder y el Derecho (por Norberto Bobbio)



En 1943 apareció el libro de Guillermo Ferrero, Poviur, que tenía como subtítulo I geni invisibili della cittá. El libro fue publicado en Nueva York a causa de la guerra1, pero fue concebido y escrito en Ginebra, a donde él se asiló para evitar las persecuciones fascistas en octubre de 19302. El libro fue dedicado más que al problema del poder al problema de la legitimidad, que se le presentó, con toda su novedad y actualidad mientras preparaba las lecciones sobre la revolución francesa y sobre Napoleón, para el curso de historia contemporánea que le encargó la Universidad de Ginebra3.

Aunque él considerase que hasta entonces el problema hubiese sido ignorado, no puedo dejar de recordar que en 1922 apareció póstumamente la gigantesca obra de Max Weber, Wirtschft und Gesellschaft, Economía y Sociedad, que contenía la tipología de las formas de poder legítimo que se ha vuelto clásica (y aparecerá también una traducción parcial en italiano en 1934)4, seguida en 1932 por el libro no menos conocido de Carl Schmitt, Legalität und legitimität. Si de una fuente, aunque indirecta, de la idea de Ferrero se puede hablar, ésta debe ser buscada en la teoría de la “fórmula política” de Gaetano Mosca, de acuerdo con el cual “en todos los países llegados a un nivel medio de cultura, la clase política justifica su poder apoyándolo en una creencia o en un sentimiento generalmente aceptados en aquella época y en aquel pueblo”5. Cuando debe definir de manera sintética los principios de legitimación que periódicamente han transformado un poder de hecho en un poder legítimo, Ferrero los llama “des justifications du Pouvoir, c’est-a-dire du droit de commander”6. La relación con la teoría de Mosca ahora se puede deducir directamente de una de las cartas publicadas recientemente en la que comentando las Lezioni di storia delle dottrine delle istituzioni politiche de su amigo, presentadas en 1934, se expresa en estos términos: “Me parece que también la teoría de la fórmula política tenga necesidad de ser reforzada. Yo substituiría esta expresión un poco neutra, por otra más vigorosa: principio de legitimidad”. Por lo tanto precisa “Entre los negros del África o los bárbaros, el hecho y el derecho pueden coincidir: quien detenta los instrumentos del poder está considerado como investido del derecho de mandar. A medida que un pueblo se civiliza, el hecho de poseer los instrumentos de poder no basta; es necesario haberlos adquirido observando ciertas reglas y principios, que confieren el derecho, universalmente reconocido de gobernar”7. La razón de esta premisa es la siguiente: como se ha dicho, los principios de legitimidad tienen, según Ferrero, la función de transformar una relación de fuerza en una relación de derecho. Pues bien, el tema que pretendo afrontar es precisamente éste: la relación, o mejor dicho, las diversas formas de relación, entre el derecho y el poder.

Poder y derecho son las dos nociones fundamentales de la filosofía política y de la filosofía jurídica respectivamente. Habiendo comenzado mi enseñanza universitaria con la filosofía del derecho y habiéndola concluido con la filosofía política, he tenido que reflexionar más sobre el nexo entre las dos nociones de lo que generalmente les haya sucedido a los escritores políticos, que tienden a considerar como principal la noción del poder, o a los juristas, que tienden a considerar primordial la noción de derecho. Y en cambio una reclama continuamente a la otra. Son, por decirlo así, dos caras de la misma moneda. Entre escritores políticos y juristas, el contraste implica cuál de esta moneda sea el frente y cuál el reverso: para los primeros el frente es el poder y el reverso el derecho, para los segundos es lo contrario.

Este contraste depende del distinto punto de vista desde el que los unos y los otros observan el mismo fenómeno y del interés de investigación que los mueve: para el filósofo de la política el problema principal es el de la distinción entre poder de hecho y poder de derecho; para el filósofo del derecho en cambio, el problema principal es el de la distinción entre norma válida y norma eficaz. Lo que quiere decir que uno parte de la consideración de un poder sin derecho para llegar sólo en un segundo momento a ponerse el problema del poder que asegure la efectividad. Es verdad que el poder sin derecho es ciego y el derecho sin poder queda vacío, pero también es verdad que la teoría política no puede dejar de tomar en consideración primeramente el nulo poder, independientemente de los llamados principios de legitimidad, es decir, de las razones que lo transforman en un poder legítimo, así como la teoría jurídica no puede dejar de tomar en consideración el sistema normativo en su conjunto, como una serie de normas una a otra vinculadas según un cierto principio de orden, independientemente del aparato de la fuerza predispuesto para su actuación.

Para ilustrar esta diversidad de puntos de vista recurro a dos ejemplos autorizados, a dos autores que han dado algunas de las mayores contribuciones, uno a la teoría política, y otro a la teoría jurídica, Max Weber y Hans Kelsen. Como es conocido, la teoría política de Weber parte de una distinción fundamental, la distinción entre poder de hecho (Macht) y poder de derecho (Herrschaft), y llega a la célebre tipología de las formas de poder legítimo. Al contrario, la teoría normativa de Kelsen parte de la distinción entre validez e las normas específicas y eficacia del ordenamiento jurídico en su conjunto, y llega, especialmente en la obra póstuma, Allgemeine Theorie der Normen, publicada en 1979, a ponerse con especial relevancia el problema del poder jurídico (Rechtsmacht), cuya solución permite observar el ordenamiento jurídico no sólo desde el punto de vista del Sollen (deber) sino también desde el punto de vista del Sein (ser). En un cierto sentido se puede decir que Weber y Kelsen llegan a la misma conclusión, a la conclusión de que el poder legítimo se distingue del poder de hecho en cuanto a un poder regulado por normas, pero partiendo de dos puntos de vista opuestos, el primero de la noción del poder que tiene necesidad de ser regulado para volverse legítimo, el segundo de la noción del ordenamiento normativo que tiene necesidad de la fuerza para volverse efectivo.              

Aunque las dos nociones de legitimidad y de efectividad pueden parecer mutuamente contrastantes, y entren en escena en dos momentos diferentes, una cuando se trata de explicar el paso del poder de hecho al poder de derecho, otra cuando se trata de explicar el paso de la validez de la norma a la eficacia del ordenamiento en su conjunto, están estrechamente vinculadas por lo menos durante un largo periodo de la historia del pensamiento político. En efecto hay una muy consistente tradición del pensamiento político y jurídico por la cual un poder es tanto más legítimo en cuanto es más efectivo, y la efectividad viene introducida para probar, para explicar o incluso para justificar la legitimidad del poder. Aquí tomo en consideración también dos ejemplos clásicos de teóricos del Estado identificado con el poder soberano, uno de un escritor político, Jean Bodin, otro de un jurista, John Austin. Cuando Bodin define la soberanía, no se limita a decir que para ser soberano el poder debe ser absoluto (en el sentido de legibus solutus), sino agrega que debe ser también perpetuo. Una banda de pillos que ocupa un poblado y obliga a los habitantes a entregar sus pertenencias bajo la amenaza de recurrir a la fuerza, no tiene un poder legítimo, no porque no sea absoluto, sino porque presumiblemente no está destinado a durar. Lo mismo se puede decir de un grupo de terroristas o de guerrilleros, que ocupan temporalmente un territorio e imponen su ley.

Según Austin, que define el poder soberano como poder independiente en el sentido de que no está sometido, a diferencia de todos los demás poderes, a un poder superior, este carácter de la independencia es necesario pero no suficiente: para que se pueda hablar de un poder soberano es necesario que éste sea “habitualmente obedecido”. Lo que es otra manera, una manera propia del lenguaje jurídico, de decir que un poder es legítimo sólo en cuanto es también efectivo.

Regreso a Weber y a Kelsen. Es doctrina bien conocida que para el fundador de la teoría pura del derecho un ordenamiento jurídico es válido solamente si es también efectivo, y que la efectividad se resuelve en el hecho de que la mayor parte de las normas de este ordenamiento son (im grossen und ganzen) observadas o hechas observar. Si acaso vale la pena agregar que también en Kelsen se aprecia muy bien que el problema crucial, el verdadero y propio experimentum crucis de toda teoría positivista del derecho, es el descubrimiento de un criterio que permita distinguir un ordenamiento jurídico de una banda de pillos, el mandato del legislador de la intimidación del bandido, “o la bolsa o la vida”. La solución del problema no ofrece dificultades para un iusnaturalista, y en general para cualquiera que haga depender la validez del ordenamiento jurídico de su apego  a principios éticos, para cualquiera que considere que una norma para ser válida debe ser también justa. ¿Pero para un positivista, es decir, para el que considera que no existe otro derecho que el derecho positivo, esto es, el derecho puesto por una autoridad que logra hacerlo respetar recurriendo en última instancia a la fuerza?, ¿para una teoría que considera que el derecho es ni más ni menos un ordenamiento coactivo (Zwangsordnung), una organización de la fuerza (Organization der Macht)? ¿Cómo? ¿Una banda de pillos no es un ordenamiento coactivo, no es una organización de la fuerza? Kelsen regresa frecuentemente sobre este tema también, y con más amplitud, en la obra póstuma: la conclusión es una vez más tajante, si bien alcanzada a través de la enunciación de la norma fundamental. La banda de pillos no tiene como presupuesto, o como fundamento de validez de su ordenamiento completo, la norma fundamental “porque o más exactamente si este ordenamiento no tiene ya la eficacia continua, sin la cual no se presupone alguna norma fundamental que a ella se refiera o que en ella se funde la validez objetiva”8.

Menos conocido que este criterio de la continuidad o de la perpetuidad del poder está presente también en Weber, quien es el artífice de la más conocida tipología de las formas de poder legítimo, de las cuales solamente una, el poder tradicional, puede ser interpretada como una reducción de la legitimidad a la duración del dominio. En uno de los diversos fragmentos en los cuales Weber enuncia la tesis de que el grupo político no puede ser definido por medio del contenido o el objetivo de su acción porque no hay contenido u objetivo que no pueda referirse a sí mismo, observa que un contenido mínimo es el de garantizar el dominio de hecho sobre el territorio de modo “permanente” (in der fortgesetzten Sicherung). Poco más adelante precisa que la comunidad política se distingue de otras formas de comunidad “solamente por el hecho de su existencia particularmente durable (nachhaltig) y evidente”, y contrapone la pura acción ocasional de una comunidad “al carácter permanente de una asociación institucional”9. En otra parte: “Un grupo de poder debe ser llamado grupo político en la medida en que sus subsistencia y la validez de sus ordenamientos dentro de un determinado territorio con límites geográficos determinados vengan garantizadas continuamente (continuierlich) mediante la utilización y la amenaza de una coerción física”10. Con esto no quiero decir que Weber confunda la legitimidad con la perpetuidad del poder: no todo grupo político por el solo hecho de ser político es también legítimo. Si él define el Estado, como es conocido, como el detentador del monopolio de la fuerza legítima, y no sólo de la fuerza, significa que la sola fuerza no es suficiente pues es necesario que la fuerza sea acompañada o precedida de razones tales de su ejercicio que hagan de la obediencia de los destinatarios no una pura y simple observancia externa sino una aceptación interna. En el fragmento más citado sobre el tema, Weber define los diferentes fundamentos de legitimidad como justificación interna (innere Rechtsfertigung) de la obediencia, y en otra parte afirma que tantoen los gobernados como en los gobernantes el dominio debe ser observado internamente (innerlich gestutzt)11. Pero en el complejo e intrincado sistema conceptual de Weber el criterio de la legitimidad no elimina totalmente el de la perpetuidad, aunque la perpetuidad vale no tanto como fundamento sino como la prueba de legitimidad. ¿Es posible concebir, en el sistema weberiano, un poder legítimo que no tenga la continuidad que caracteriza al grupo político? En otras palabras: ¿cuál es la razón de la legitimación a la que tiende todo detentador del poder si no es a la aseguración de una mayor duración del propio dominio?

Me doy cuenta de que el resaltar la estrecha vinculación entre proceso de legitimación y continuidad del ejercicio del poder, entre las dos nociones de legitimidad y de efectividad puede aparecer como una de las muchas maneras de borrar la distinción entre el derecho y el hecho, y por lo tanto de hacer imposible la distinción entre un ordenamiento jurídico y una banda de pillos. Pero no es así. Es un error, considerar que la continuidad y la duración en el ejercicio de un poder sean un mero hecho. Son hechos en los cuales el objeto de la observación son acciones humanas, en la terminología weberiana, “dotadas de sentido” (sinnhaft) y como tales dignas de ser interpretadas según su sentido. Así como no es un mero hecho el que el devenir del tiempo tenga como efecto la prescripción porque presuponga en el titular y en el sujeto a favor del cual corre la prescripción la intención de adquirirlo: tanto el uno como el otro, en cuanto comportamientos dotados de sentido, no pueden ser observados solamente como un hecho natural, sino que deben ser “entendidos” (en el sentido del verstehen weberiano). Ni es un hecho la consuetidinariedad como fuente del derecho porque los comportamientos que la constituyen son capaces de producir una norma jurídica, y en cuanto tales obligatorios solamente si son acompañados de la intención de comprometerse (lo que los juristas han llamado opinio iuris seu necessitatis). La duración y la continuidad del ejercicio de un poder sobre un determinado territorio no son de igual manera un mero hecho por la misma razón: constituidas por una miríada de comportamientos orientados hacia la obediencia o a la aceptación de las normas emanadas de las diversas autoridades a las que la constitución atribuye el poder de producir normas obligatorias, ellas tienen que ser interpretadas, tienen que ser “entendidas” (verstehen), según el sentido que a ellas dan estos comportamientos, los cuales también pueden tener las más diversas motivaciones.               

La mejor prueba de que legitimidad y efectividad son interdependientes está en el proceso inverso al de la legitimación, es decir, en el proceso por medio del cual un determinado poder pierde la propia legitimidad.

Sin necesidad de ulteriores comentarios aparece inmediatamente evidente la analogía entre des-suetudinariedad y des-legitimación. Se puede discutir si la legitimación de un poder dependa únicamente de la obediencia habitual o del hecho de que las normas emanadas de él vengan preponderantemente observadas o hechas observar. No se puede poner en duda que la desobediencia habitual o la inobservancia general de las normas constituyen, para quien detenta el poder, una delas razones principales de la pérdida de legitimidad aunque no basta en todo caso la no efectividad (por ejemplo en el caso de ocupaciones temporales de un territorio por parte del enemigo) para transformar un poder legítimo en un poder ilegítimo. ¿Pero por qué no basta? Porque, una vez más, la no efectividad no es un mero hecho observable como se percibe un hecho natural, sino es la consecuencia de una serie de comportamientos motivados, a cuya motivación es necesario remitirse para juzgar en un determinado momento histórico el grado de legitimidad de un poder.

Una vez más, el considerar la legitimidad desde el punto de vista de la efectividad, o lo que viene siendo lo mismo, la ilegitimidad desde el punto de vista de la no efectividad, no quiere reducir el derecho al hecho, más bien quiere decir considerar respectivamente la efectividad y la no efectividad como un banco de prueba de la capacidad de un poder para desarrollar la propia función que es ante todo la de proteger a los individuos que se le confían de los enemigos internos y externos. Creo que fue Hobbes el primer escritor político que sostuvo que la obligación política hacia el soberano se disuelve no sólo por el abuso de poder (es el caso clásico del tirano) sino también por defecto de poder. Un estudioso contemporáneo, que ha dedicado una parte de sus reflexiones sobre el poder al problema de la legitimidad, Nilas Luhmann, ha observado que en los sistemas políticos de las sociedades más avanzadas y por lo tanto más complejas e advierte el peligro no tanto del demasiado poder, sino del “demasiado poco” poder que se manifiesta en la incapacidad del gobierno para satisfacer las crecientes expectativas que nacen de la sociedad en cuanto es más libre y económicamente desarrollada12. De esto deriva una situación de legitimación pasiva, que ya Ferrero había identificado y llamado “cuasi-legitimidad” y que Luhmann ubica en las posiciones de apatía y de fatalismo. También de esto puede derivar una situación de verdadera y propia deslegitimación, que se manifiesta en los fenómenos de la desobediencia civil o incluso de la resistencia activa (como el terrorismo).

Independientemente de las diversas soluciones que sean dadas al problema del fundamento de la legitimidad, es un hecho que se recurre a la noción de legitimidad para justificar el poder. El poder tiene necesidad de ser justificado. Es un principio general de la filosofía moral que lo que tiene necesidad de ser justificado es la mala conducta, no la buena. No tiene necesidad de ser justificado quien desafía a la muerte para salvar a un hombre en peligro; de esto tiene necesidad quien lo ha dejado morir. Aunque el poder no siempre presenta su cara “demoníaca” para retomar el tema del célebre libro de Gerhard Ritter, es considerado por quien lo sufre como un mal. Introduciendo el tema de los principios de legitimidad, el mismo Ferrero escribía: “Parmi toutes les inégalités humaines, aucune n’a autant besoin de se justifier devant la raison, que l’inégalité établie par le pouvoir”13. Sólo la justificación, cualquiera que esta sea, hace del poder de mandar un derecho y de la obediencia un deber, es decir, transforma una relación de mera fuerza en una relación jurídica. Rousseau escribió: “Le plus fort n’est jamais assez fort pour être toujours le maître, s’il ne transforme sa force en droit et l’obéissance en devoir”14. Esta afirmación es el presupuesto del que parte el Contrato Social, que puede ser interpretado como una de las más célebres teorías de la legitimación a través del consenso. Efectivamente, el capítulo siguiente comienza con estas palabras: “Puisqu’aucun homme n’a une autorité naturelle sur son semblable, et puisque la forcé ne produit aucun droit, restent donc les conventions pour base de toute autorité légitime parmi les hommes”15.

El debate secular sobre los principios de legitimación sólo toma un aspecto del complejo problema de la relación entre poder y derecho. Existe otro aspecto de la relación entre poder y derecho que ha suscitado un debate no menos secular y que merece ser considerado; se trata del problema de la legalidad del poder. Entre legitimidad y legalidad existe la siguiente diferencia: la legitimidad se refiere al título del poder, la legalidad al ejercicio. Cuando se exige que el poder sea legítimo se pide que quien lo detenta tenga el derecho de tenerlo (no sea un usurpador). Cuando se hace referencia a la legalidad del poder, se pide que quien lo detenta lo ejerza no con base en el propio capricho, sino de conformidad con reglas establecidas (no sea un tirano). Desde el punto de vista del soberano, la legitimidad es lo que fundamenta su derecho; la legalidad es lo que establece su deber. Desde el punto de vista del súbdito, al contrario, la legitimidad es el fundamento de su deber de obedecer; la legalidad es la garantía de su derecho de no ser oprimido. Todavía más, lo contrario del poder legítimo es el poder de hecho, lo contrario del poder legal es el poder arbitrario.

Mientras el recurso a los principios de legitimidad sirve para dar una justificación a la existencia de los gobernantes y de los gobernados, la utilización del principio de legalidad sirve para distinguir el buen gobierno del mal gobierno. También este es un tema recurrente en la historia del pensamiento político, una historia que puede comenzar a partir de uno de los más celebres fragmentos de Solón que distingue la eunomia de la disnomia: buen legislador no es sólo quien da buenas leyes a su pueblo, sino también quien respeta las leyes que él mismo dio. Es un principio consagrado en una larga tradición que el buen gobierno es el de quien gobierna con base en las leyes. Es ejemplar un texto de Aristóteles que pone el problema en forma de dilema: “¿Es más conveniente ser gobernados por el mejor hombre o por las mejores leyes?”. Aristóteles formula a favor del segundo punto una máxima destinada a tener gran éxito; “La ley no tiene pasiones que necesariamente se encuentran en todo hombre”16. Sea por su origen, en cuanto derivada inmediatamente de la naturaleza, o mediatamente por la tradición o por la sabiduría del gran legislador, sea por su duración en el tiempo, la ley queda como el depósito de la sabiduría popular o de la sabiduría civil que impide los cambios bruscos, las prevaricaciones de los potentes, el arbitrio del “sic volo sic iubeo”. El contraste entre las pasiones de los hombres y el desapasionamiento de las leyes es el fundamento de la identificación de la ley con la voz de la razón que es el principio y el fin de la teoría del derecho natural de la antigüedad hasta nuestros días.        

Se debe sobre todo a la monumental historia del pensamiento político medieval de los hermanos Carlyle, la tesis amplia y doctamente documentada de que en la teoría y en la práctica de los gobiernos del siglo IX al siglo XIII dominó el principio de la supremacía de la ley sobre el rey, de la que deriva el deber del detentador del poder supremo de gobernar de acuerdo con las leyes, deber que se resume en el juramento de rito en el momento de subir al trono de “servare leges”. El principio es enunciado en el De legibus et consuetudinis Angliae de Henri Bracton, en un texto que asumirá casi forma y fuerza de regla y al que se reclamarán en los años de la guerra civil, en los umbrales de la edad moderna, tanto los partidarios del rey contra el parlamento como los partidarios del parlamento contra el rey: “Ipse autem rex non debet ese sub homine, sed sub deo et sub lege, quia lex facit regem”. Y poco más adelante: “Non est enim rex ubi dominatur voluntas et non lex”. En este breve fragmento, el principio de legitimidad y el principio de legalidad se encuentran y se refuerzan mutuamente. El rey debe estar sometido a la ley en virtud del principio de legalidad porque es la ley que hace del rey el detentador del poder legítimo.

Durante siglos la subordinación del rey a la ley tiene el valor de un principio moral o religioso. Con objeto de que tal subordinación adquiera la misma fuerza constrictiva que posee la ley del soberano sobre el ciudadano común y corriente es necesario aquel largo y sinuoso proceso de transformación de las relaciones entre gobernantes y gobernados a través del cual las relaciones reguladas por el derecho natural, o bien por pactos formalmente entre iguales pero de hecho entre desiguales, se transforman en derechos positivos regulados por constituciones escritas que tienen la fuerza de leyes fundamentales, o bien, como en el caso inglés, por una constitución no escrita pero consolidada por la práctica secular. La antigua idea de que el gobierno de las leyes es mejor que el gobierno de los hombres ha encontrado su plena validez en la teoría y en la práctica del constitucionalismo en el que se ha inspirado y en el que se rigen los regímenes democráticos. El estado de derecho quede ello ha derivado es, en su expresión más simple, la forma institucional asumida por el “gobierno de las leyes” (rule of law) contrapuesto al “gobierno de los hombres”. Gobierno de las leyes que significa tanto gobierno de acuerdo con las leyes, o sea en los límites impuestos por leyes preestablecidas, como gobierno mediante las leyes, es decir, a través de normas generales válidas para toda la colectividad, y sólo excepcionalmente mediante disposiciones y decretos válidos para grupos particulares o peor para individuos específicos (los llamados privilegios).

La idea de gobierno de las leyes está tan arraigada en la teoría política y jurídica del occidente y en la conciencia de los ciudadanos de las sociedades democráticas que ha tenido un efecto sorprendente sobre la misma doctrina de la legitimidad del poder, que es el tema sobre el cual deseo detenerme todavía brevemente a manera de conclusión. El efecto al que me refiero ha consistido en la resolución del principio de legitimidad en el principio de legalidad, en otras palabras, en la eliminación de los dos diferentes niveles sobre los que se ha puesto tradicionalmente el problema de la relación entre poder y derecho, el nivel del título justo y el del ejercicio correcto del poder, dos niveles con base en los cuales se podía concebir un poder legítimo que no respetara la legalidad (el tirano ex parte eencitii) y un poder respetuoso de la legalidad pero no legítimo (el tirano ex defecto tituli); es decir, en el supuesto de que un poder es legítimo en cuanto yen la medida en que es legal, y por lo tanto en la afirmación de que la legalidad no es solamente el criterio para distinguir el buen gobierno del mal gobierno sino también el criterio para distinguir el gobierno legítimo del ilegítimo.

Para aclarar este punto regreso una vez más a los dos autores de los que he partido, Weber y Kelsen. Y a ellos regreso en la conclusión precisamente porque son los dos autores de quienes he tomado a lo largo de mis estudios, en el campo de la teoría política y en el de la teoría jurídica respectivamente, las más vivas y duraderas sugestiones17. Como se sabe, de las tres formas de poder legítimo descritas por Max Weber, la última, la que corresponde a la formación del Estado moderno, es el poder racional y legal. Ahora bien, la característica del poder racional y legal es que su principio de legitimidad es el mismo ejercicio del poder de conformidad a las leyes establecidas. En cuanto tal esta tercera forma de poder legítimo se distingue de las otras dos por su impersonalidad: mientras que en el caso del poder tradicional se obedece a la persona del jefe, en el caso del poder legal el ciudadano obedece al ordenamiento impersonal establecido legalmente y a los individuos propuestos por él en virtud de la legalidad formal de las prescripciones y en el ámbito de éstas. Como para Weber solamente se pude hablar de poder legítimo cuando los gobernados por su mismo deseo asumen el contenido del mandato como máximo de su acción, se debe deducir que cuando se presenta una situación en la que el ciudadano obedece al mandato de quien detenta el poder sólo en virtud de la legalidad formal de las prescripciones, la legitimidad de este poder se resuelve completamente en la legalidad de su ejercicio.

Por lo que respecta a Kelsen es bastante conocida la importancia que tiene en la construcción de su sistema la norma fundamental. No pretendo ni por asomo detenerme en el debate, frecuentemente confuso y estéril, que esta noción ha suscitado. Me limito a decir que para Kelsen la norma fundamental tiene la función de transformar el poder en derecho. ¿Qué cosa significa esta definición? Significa que si no se presupone una norma que cierra el sistema, en otras palabras, si no presupones que el sistema jurídico esté cerrado por una norma, antes que por el poder soberano, la relación entre el que manda y el destinatario del mandato queda como un poder de hecho, una pura relación de fuerza.    
  
En otras palabras, la norma fundamental, que permite considerar todos los poderes que son ejercidos en los diversos niveles internos del mismo ordenamiento como poderes jurídicos, funge como criterio de legitimidad y cumple esta función en un contexto histórico en el cual el proceso de legitimación del poder estatal progresivamente se ha venido identificando con el proceso de legalización del ejercicio del poder en todos los niveles, hasta el último nivel, que es el del poder constituyente.

Aunque Kelsen siempre haya rechazado toda interpretación ideológica de su teoría, me parece indudable que la elaboración de una teoría normativa del derecho, llevada a sus extremas consecuencias, como la kelseniana, no podía darse más que en un contexto histórico en el cual se había venido afirmando la doctrina y la práctica del estado de derecho. En un cierto sentido la teoría pura del derecho puede ser interpretada como la formalización, si bien inconsciente, de la doctrina del estado de derecho, de una doctrina en la que, repito, el poder es más legítimo en cuanto más es ejercido, desde los niveles inferiores hasta el último nivel, de conformidad con normas preestablecidas y presupuestas.

Tomando a la letra estas consideraciones se diría que la noción de legitimidad es inaferrable y se resuelve, o mejor dicho se disuelve siempre, en la de la efectividad y la legalidad. Pero esta no es mi conclusión. Ni la efectividad ni la legalidad agotan el proceso de legitimación del poder. Esto lo saben muy bien los gobernantes que jamás se contentan con establecer el propio poder solamente sobre la duración o sobre el respeto de la ley, sino que para obtener la obediencia de la que tienen necesidad se reclaman a valores como la libertad, el bienestar, el orden, la justicia. Saben muy bien que, para retomar el célebre dicho de San Agustín, remota iustitia, no hay alguna diferencia entre Alejandro el Grande y el pirata. Pero llegados a este punto se buscaría inútilmente una respuesta permaneciendo en los límites de la relación entre el poder y el derecho. Son límites que no he querido rebasar a propósito aun sabiendo que más allá se abre el interminable y en parte inexplorado campo de los principios de legitimidad que Ferrero había llamado con razón “les génies invisibles de la cité”. Subrayo la palabra “invisible”. Yo he permanecido en los límites de lo que se ve, de lo que han visto los maestros del pensamiento jurídico y político a los que me he referido contante y respetuosamente.    




En las ediciones Brentano, New York, 1943. La primera edición francesa apareció en 1945, en la “Libraire Plon” de París.
2 Para estas y otras noticias S. Stelling-Michaud, Guigliemo Ferrero á l’Université de Genève, en Guglielmo Ferrero. Histoire et politique au XIX siècle, fascículo especial de los “Cahiers Vilfrido Pareto”, Librairie Droz, Ginebra, 1966, pp. 106-129.
3 Ferrero tuvo el primer curso en el semestre invernal de 1930-31, ver art. cit. En la nota 2, p. 120. En la p. 129, la lista de los cursos dados por Ferrero en la Universidad de Ginebra de 1930-1942.
4 En el volumen Política ed economía, a cargo de R. Michels, en la “Nuova collana di economista stranieri ed italiana”, UTET, Turín, 1934, fueron traducidas varias páginas de la sociología del poder y de manera especial del poder carismático, con el título Carismatica e i tipi del potere, pp. 179-262 (trad. De V. Forzoni Accolti).
5 G. Mosca, Storia delle dottrine politiche, Laterza, Bari, 8ª edición, p. 297.
6 Pouvoir, edit. Fra. Cit., p. 18.
7 Carteggio, cit., 454. Ver nota 3.
8 H. Kelsen, Reine Rechtslehre, 2ª edición, Deutice, Wien, 1960, p. 49 (trad. it. Einaudi, Turín, 1966, p. 61).
9 M. Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, a cargo de J. Wincelmann, Mohr, Tübingen, 1976, vol. II, 515 (trad. it. a cargo de P. Rossi, Edizioni di Comunità, Milán, vol. II, pp. 204-205).
10 Op. cit., vol. I, p. 29 (trad. it. vol. I, p. 53).  
11 M. Weber, Dei drei reinen Typen der legitimen Herrschaft (1922), ahora en Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre, Mohr, Tübingen, 1973.
12 N. Luhmann, Potere e complessita sociale, Il Saggiatore, Milán. 1979, p. 240.
13 Pouvoir, cit., p, 27. En francés en el original (n.t.).
14 En francés en el original (n. t.).
15 En francés en el original (n. t.).
16 Aristóteles, Política, 1276 a.
17 Me he detenido con más amplitud sobre la relación entre Weber y Kelsen en el artículo “Max Weber e Hans Kelsen”, en Sociologia del diritto, VIII, 1981, pp. 135-154.